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Muchacha recatada | Relatos Eróticos de Autosatisfaccion

Publicado por Anónimo el 30/11/-0001

La caricia en la mejilla la llenó de inquietudes y temblores, no lo pudo evitar. Sus fértiles pechos se irguieron bajo la blusa del uniforme. Las puntas cobrizas de sus pezones se apretaron contra el sostén de copa gruesa. Galopó algo en su cuerpo, era una sensación nueva, a la que por años se había negado para no despertar la idea de estar pecando.

Con esa agitación en el cuerpo entró al cuarto. No terminaba de entender tal aturdimiento. Quiso mirarse, saber si su hermoso rostro moreno reflejaba aquella excitación que hormigueaba en su cuerpo. Detenida frente al espejo de cuerpo entero vio unos ojos luminosos, calenturientos.

Con movimientos lentos, llevada por aquella sensación que la dominaba, empezó a desabotonar la blusa color verde agua. Suavemente acariciaba sus hombros y antebrazos. Fuera la blusa, el blanco del sostén resaltó sobre la piel morena. Llevó sus manos atrás para dejar caer el ajustador lentamente. Saltaron sus senos pletóricos, duros, con unos pezones provocadores.

Sus manos buscaron el cierre del pantalón azul rey del uniforme. Los fue bajando poco a poco hasta quedar sólo con una mínimas pantaletas color blanco, a través de las cuales se reflejaba su monte de venus, virginal, puro, húmedo.

Luego de mirarse unos minutos, de cuerpo entero, desnuda completamente, caminó de manera felina hasta la ventana. Sus nalgas eran firmes, en plena armonía con la ranura que las dividía y con esas caderas que marcaban el ritmo de su andar.

No era su caminar acostumbrado, ni su respirar pausado, menos era ese el movimiento de sus caderas; pero quería ser otra, a lo mejor una puta, sí, puta, eso era. Como a los 15 años quiso serlo al recibir su primer beso de Angel, aquel muchacho risueño, sobrino de su madrina, que estuvo de vacaciones en el pueblo. Fue en el parque de diversiones, tras bajar de los carritos chocones e ir a comprar helado. Primero le tomó la mano, luego la abrazó y aprovechando un lugar oscuro buscó su boca.

Supo por primera vez lo que era un beso, lo que se sentía al tener una lengua extraña, culebrina, hurgando en su busca y buscar su propia lengua para iniciar un juego exquisito de espadas. Se apretó contra él, tanto que sintió su verga erecta, punzante y tuvo deseos de apretarla, como sabía que lo hacía Marita, su hermana mayor, con José Ramón, su novio. Ella misma le confesaba como se la agarraba y acariciaba hasta hacerlo explotar en esa blanca leche que bañaba sus muslos abiertos y al desnudo.

No lo hizo, se conformó con el beso, el breve roce y un ligero toque de uno de sus dedos en la punta de uno de sus pezones. Más nada.

Miró por la ventana, llegaba la brisa serena. El aire olía a mariscos, a romero, a hierba fresca. Creyó ver una farola a lo lejos. Las sombras, los blanquinegros de la noche se mezclaban, parecían otear la imagen de dos personas haciendo el amor. Nunca los habría visto, era cierto. Ni siquiera en una película porno o en alguna revista, aunque sus amigas en la universidad la invitaran, "sólo es mirar, no haremos nada". Ahora esa figura, como un caballo con ojos de fuego, le anunciaban que había perdido la candidez, que salía de las calles sosegadas de su pueblo, para ir a parar en un mundo de inmensas vergas que la buscaban.

La verdad es que tampoco había visto alguna, por lo menos de alguien con más de catorce años de edad, apenas la de su primo. Por primera vez, ¿sería primera vez?, sentía curiosidad por verlo, ¿cómo sería la verga dura de él? Blanca, muy blanca, cilíndrica, dura, ¿cómo un hierro?

También, una mano suya, cándida, intranquila, era capaz de una caricia en su cuerpo. Como al descuido, rozó el pezón derecho, éste parecía a punto de reventar. También sus amigas le habían hablado de la autocomplacencia, de jugar con su cuerpo para excitarse. Nunca probó. Pero tenía unas ganas inmensas de hacerlo.

A lo mejor fue el calorcillo de la noche, las ganas de hacer una travesura o jugar a algo nuevo, pero algo la llevó buscar un pedazo de cartón y agujerearlo haciendo dos boquetes paralelos, poca distancia entre ellos. Mientras los hacía, pensaba en las cosas que iban pasando: Primero fueron los piropos, los de un viejo verde que se entusiasma ante una carajita joven que llegaba a hacer una pasantía en su área de trabajo. Los requiebros fueron más seguidos, de vez en cuando subían de tono. Sólo lo buena gente del individuo, su inteligencia, las enseñanas que le daba, la presencia tranquilizante de la asistente que le decía "es un echador de vainas" impedían que la sacara de sus casillas y lo insultara.

Tomó el pedazo de cartón en sus manos, rodeó con una raya los dos agujeros en círculo, usaba el lápiz labial para la tarea. Con el mismo instrumento de forma fálica hizo un redondel en torno a sus pezones. El roce con el frío de la punta la estremeció, percibía una desusada calidez a lo largo del cuerpo. ¿Y si fuese un dedo de él? Expulsó de inmediato el pensamiento, era un viejo verde.

Llevó el cartón a su pecho, como si lo fuese a cubrir con él. Lo acomodó de manera que la punta de los pezones saliese por los agujeros. Fue hacia el espejo grande y se miró. Desnuda, cubierta sólo en el pecho hasta el ombligo por el cartón color ocre, los pezones erectos aparecían como dos puntas marrones en un extremo de la lámina.

Colocó salsa de tomate en los pezones, y se acostó. Con voz suave, pero trémula, llamó a "Risas", el pequeño perro que la acompañaba en la habitación, desde hacía un año. El perro movió su rabo y saltó sobre la cama.

Le gustaba la salsa de tomate, por eso fue haca los senos y empezó a lamer. Ella sintió su suave lengua, los pezones parecían reventar. Al sentir los leves mordiscos del animal dio un grito de placer. Reventaba por dentro, se inundaba con sus propios jugos.

Alocada, regó salsa de tomate en su vulva, por la raja, por los pliegues, en el clítoris. Empujó al perro a su entrepierna. El animal empezó a lamer de inmediato. A ella se le vino a la cabeza la imagen de su jefe, el maldito viejo verde, el intelectual señor, y sintió que se venía otra vez, justo en el momento en que el perro se le encaramaba y la clavaba con su pequeña, pero erguida verga, partiéndole la tan cuidada telita que la hizo virgen hasta ese momento.

 

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