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Confesiones de una mujer sin prisa | Relatos Eróticos de Fantasias

Publicado por Anónimo el 10/04/2025

A mis sesenta y cinco años, pensaba que ya había vivido todo. Había amado, había sufrido, había criado a dos hijos y enviudado demasiado pronto. Mi vida era tranquila, pausada, con tardes de té, paseos por el parque y alguna que otra salida con amigas del centro cultural del barrio. Pero lo que no sabía era que aún me quedaba una historia por vivir. Una historia de esas que se cuentan en voz baja y con una sonrisa pícara.

Me llamo Carmen. Vivo en un piso luminoso en el centro de Valencia, en una calle donde las panaderías huelen a gloria y los vecinos todavía se saludan. Siempre he sido una mujer correcta, de esas que cruzan las piernas al sentarse y no dicen palabrotas. Pero también he sido curiosa, soñadora, y últimamente, algo más atrevida de lo habitual.

Todo comenzó un viernes por la mañana. Fui al mercado a comprar como siempre, pero al pasar por delante de la nueva tienda de masajes que habían abierto en la esquina, algo me detuvo. El cartel decía: “Masajes orientales – relájate y déjate llevar”. Y, sinceramente, lo que me apetecía era precisamente eso: dejarme llevar.

Entré. El lugar olía a incienso y jazmín. Una joven muy amable me ofreció un té y me dijo que el próximo turno lo tenía un tal Leo, argentino, manos expertas y discreción absoluta. No sé si fue el té o el tono con el que lo dijo, pero algo dentro de mí se revolvió, como si una parte dormida de mi cuerpo despertara de repente.

Cuando Leo salió a recibirme, entendí de golpe por qué muchas mujeres salían de allí con los mofletes encendidos. Era joven, quizás de treinta y cinco, moreno, con unos ojos oscuros como el café fuerte, y una sonrisa traviesa que parecía leer tus pensamientos más secretos.

—¿Primera vez? —preguntó, con ese acento suave que parecía un susurro.

—Sí... Bueno, para esto, sí —respondí, sin saber exactamente qué era “esto”.

Me condujo a una sala con luz tenue, música suave y una camilla en el centro. Me indicó que me desnudara y me tumbara boca abajo. Cubierta con una sábana, me sentí vulnerable, pero también emocionada. Como una adolescente cometiendo una pequeña travesura.

Leo comenzó el masaje con movimientos lentos, firmes, muy seguros. Sus manos parecían leer mi piel, encontrar los nudos no solo físicos, sino emocionales. Y mientras avanzaba, cada roce se volvía más íntimo. Su aliento se acercaba a mi cuello. Su voz, cada vez más cercana.

—Relájate, Carmen... estás preciosa así.

No sé en qué momento dejé de pensar y comencé a sentir. Me giré, sin pudor. Nuestros ojos se encontraron, y él no dudó. Su boca buscó la mía con una ternura inesperada. Sus manos acariciaron mis senos con una mezcla de respeto y deseo, y yo me dejé llevar, por fin, sin miedo, sin culpa.

Lo que sucedió después fue un despertar. Un descubrimiento. Mi cuerpo, tantas veces ignorado, olvidado incluso por mí misma, vibró con cada caricia, cada beso, cada susurro. Hicimos el amor con una dulzura y una intensidad que nunca imaginé posible a mi edad.

Cuando todo terminó, nos reímos. Sí, nos reímos. Porque mientras recogía mis cosas, el incienso activó el detector de humo y el sistema de alarma echó a sonar como una ópera caótica. Salimos medio desnudos, envueltos en toallas, corriendo por el pasillo mientras el resto del personal intentaba apagar el alboroto.

Desde aquel día, nunca más volví a pensar que la pasión tiene edad. Al contrario, descubrí que cuando una mujer deja de tener prisa, cuando se conoce y se permite disfrutar, los placeres son más profundos... y los finales, mucho más divertidos.

Pero la historia no terminó ahí.

Pasaron algunas semanas. El recuerdo de aquel encuentro seguía latiendo en mi piel como una caricia secreta. Volví a la tienda, por supuesto. Leo me recibió con la misma sonrisa traviesa y la misma mirada que lo decía todo. Esta vez, sin palabras, me condujo a la sala y comenzó un ritual distinto: con velas rojas, pétalos de rosa y música argentina, sensual, casi hipnótica.

—Hoy vas a conocer algo nuevo, Carmen —me dijo al oído, rozándome apenas el lóbulo.

No imaginaba cuánto.

El masaje se convirtió en un juego, un viaje lento entre lo físico y lo emocional. Descubrí el placer de ser tocada con intención, de ser mirada con deseo genuino. Su cuerpo se fundió con el mío como si ya nos conociéramos de otras vidas. No había prisa, no había tabúes. Solo piel, aliento, deseo. En esa segunda sesión, descubrí que el cuerpo, incluso maduro, sigue teniendo hambre de todo.

Después de aquello, empecé a sentirme distinta. Caminaba con otra energía. Reía más. Me atrevía a ponerme colores vivos, a pintarme los labios de rojo. Mis amigas del centro cultural me miraban sorprendidas.

—Carmen, hija, ¿tú te has hecho algo? Estás radiante —decía Toñi, la más chismosa.

—Nada, solo que me he apuntado a yoga —mentí con una sonrisa.

Una tarde, Leo me propuso algo nuevo: un fin de semana en un balneario. Yo, que no había salido de la ciudad desde hacía años, acepté. Nos fuimos a un pequeño hotel rural en la sierra. Allí, entre aguas termales y cenas a la luz de las velas, mi fantasía inesperada se hizo aún más real.

Una noche, mientras tomábamos vino junto a la chimenea, Leo me confesó su fantasía: hacer el amor en plena naturaleza, bajo las estrellas. Me reí, claro. A mi edad, la idea de terminar con la espalda dolorida no era muy atractiva. Pero algo dentro de mí dijo sí. Y esa noche, bajo el cielo estrellado, con el canto de los grillos de fondo, le hice el amor a un hombre veinte años menor que yo, sintiéndome más viva que nunca.

La vuelta a la ciudad fue una mezcla de realidad y fantasía. Continuamos viéndonos, con la complicidad de los amantes que no necesitan explicaciones. A veces en su piso, otras en el mío. Y una vez, incluso, en el probador de unos grandes almacenes. Fue allí donde se produjo el final más divertido de todos.

Estábamos en plena faena, con mi vestido nuevo medio colgado de una percha, cuando escuchamos una voz desde fuera:

—Señora, ¿necesita otra talla?

Leo se quedó congelado. Yo, entre risas y jadeos, apenas pude responder:

—Sí... pero... ¡una con cremallera más resistente!

Salimos como pudimos, entre carcajadas y miradas cómplices. Desde entonces, cada vez que paso por ese centro comercial, no puedo evitar sonreír.

Porque la vida, a veces, te regala capítulos inesperados.
Porque el deseo no entiende de arrugas.
Y porque yo, Carmen, a mis sesenta y cinco años, descubrí que la mejor etapa de mi vida comenzaba justo cuando creía que todo estaba dicho.

 

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