Relatos Eróticos Fantasias
Servicio a la habitación | Relatos Eróticos de Fantasias
Publicado por Anónimo el 10/04/2025
Todo empezó con una reserva de hotel que hice a última hora. Me había escapado sola unos días porque necesitaba desconectar de todo: del curro, del móvil, de la rutina... y, bueno, también de un polvo decente, que ya tocaba.
Elegí un hotel con spa en la costa, de esos con paredes blancas, suelos de madera y olor a crema solar en cada esquina. En la web ponía “ambiente relajante y discreto”. Perfecto. Yo quería precisamente eso: relajarme… y, con suerte, meterme en algún lío.
Llegué por la tarde, tiré la maleta sobre la cama king size y me desnudé en cuanto cerré la puerta. Me puse solo una bata de esas que huelen a suavizante caro, abrí el minibar y me serví un vino blanco. Me senté en la terraza con las piernas abiertas, sin bragas, dejando que el aire me acariciara justo ahí, donde empezaba a calentarse la cosa.
Aún no había oscurecido y ya sentía esa cosquillita... la que empieza en la nuca y baja como serpiente traviesa. No tenía prisa. Pero mi cuerpo sí.
Entonces sonó el teléfono de la habitación.
—Buenas tardes, ¿señorita Robles? —era la voz del recepcionista—. Su masaje está reservado para mañana a las once, pero tenemos una cancelación en media hora. ¿Desea adelantarlo?
La forma en que lo dijo, como si supiera exactamente lo que necesitaba, me calentó aún más. Contesté que sí, que subiera quien tuviera que subir, que estaba lista.
Colgué y, en lugar de vestirme, me quedé con la bata, sin nada debajo. Me tumbé boca arriba en la cama, las piernas medio abiertas, el vino a un lado, el corazón latiendo como si tuviera 17 años.
Pasaron unos minutos y escuché el timbre. Me incorporé con calma, bajé la bata para que dejara entrever los pezones —solo un poco, sin parecer desesperada— y abrí.
Era un hombre alto, piel morena, barba de dos días, brazos marcados bajo una camiseta negra ajustada. Traía una camilla de masajes y una mochila de ruedas. Me miró a los ojos y sonrió con esa seguridad que solo tienen los que saben que lo vas a mirar desnudo en breve.
—¿Puedo pasar?
Asentí sin decir palabra.
Montó la camilla sin quitarse los ojos de encima. Yo bebía mi vino con descaro, sentada en el borde de la cama, cruzando las piernas para provocarlo. Cuando me pidió que me tumbara boca abajo, obedecí. Me desaté la bata, la dejé caer hasta la cadera y me tumbé completamente desnuda.
Lo noté detenerse un segundo. Ese silencio que pesa justo antes de hacer algo que sabes que va a estar muy mal, pero se siente demasiado bien.
—¿Prefiere que use aceite con aroma o neutro? —me preguntó, como si eso importara ahora.
—Sorpéndeme —dije sin mirar atrás.
El primer contacto de sus manos fue lento, casi profesional. Me masajeaba la espalda con firmeza, sin prisa, cada dedo explorando mis omóplatos, mi columna, mis costillas. Bajó hasta la parte baja de la espalda, donde se detuvo un momento.
Yo gemí, apenas audible. No era fingido.
Entonces sentí algo. El aceite resbalaba por mis nalgas, y sus manos ya no eran tan profesionales. Me separó un poco las piernas con los antebrazos, como si fuera parte del masaje, pero yo ya sabía a dónde iba esto. Y no pensaba detenerlo.
—¿Estás cómoda? —susurró, con la boca casi pegada a mi oreja.
—Ahora sí.
Se inclinó sobre mí, y sentí su erección rozarme justo en medio. No me giré, no dije nada. Solo levanté un poco el culo, ofreciéndome.
Y ahí, en esa habitación blanca con olor a jazmín, empezó el verdadero masaje.
Sus manos bajaron hasta mis muslos, y una de ellas se deslizó entre ellos. Me tocó con tanta precisión que no pude evitar gemir. Con dos dedos me abrió suavemente y comenzó a acariciarme, lento, húmedo, caliente. Yo ya estaba mojadísima.
Me di la vuelta y lo miré. Su erección se marcaba en el pantalón como si fuera a reventar. Me senté en la camilla, le bajé el pantalón sin decir nada y se la saqué. Estaba dura, grande, perfecta.
Lo besé en el abdomen mientras le acariciaba. Él jadeó. Luego me empujó con suavidad sobre la camilla y me la metió sin esperar. Grité. Pero no de dolor, sino de puro alivio. Llevaba meses esperando algo así.
Me folló con ganas, sin hablar, solo con los cuerpos comunicándose. Cambiamos de postura, me agarró del cuello, yo le clavé las uñas en la espalda. El sudor mezclado con el aceite nos hacía resbalar como animales.
Justo antes de correrse, me la sacó y me hizo arrodillarme. Se vino en mis tetas, gimiendo mi nombre aunque nunca se lo dije.
Nos quedamos en silencio. Él respiraba agitado. Yo no podía dejar de sonreír.
—¿Cómo te llamas? —pregunté finalmente.
—Sergio.
—¿Eres masajista de verdad?
Me miró. Se rió.
—No.
—¿Qué?
—Yo... vine a arreglar el aire acondicionado. Te has confundido de servicio.
Me quedé en blanco. Lo miré bien: no tenía identificación, ni aceite, ni tarjeta. Solo una mochila de herramientas y esa cara de “no me lo creo ni yo”.
—¿Y por qué seguiste el rollo?
—Porque tú también lo hiciste.
Y se fue, dejándome en la camilla, desnuda, con el cuerpo vibrando y el ego en llamas.
A la media hora llamaron a la puerta otra vez.
—Señorita Robles, soy el masajista. Disculpe la tardanza.
Yo solo me reí. Me até la bata, me senté en la cama... y esta vez, me comporté.
O no.