Relatos Eróticos Fetichismo

Micaela | Relatos Eróticos de Fetichismo

Publicado por Anónimo el 30/11/-0001

A ver. ¿Cómo contar esto? Resulta que el otro día estaba yo, recién salido
del trabajo, como lo hago a menudo, en mi auto fumando estacionado cerca de
una esquina que frecuentan las putas. Me gusta mirarlas; pero ya sé que no
son una buena elección. A lo menos a mí nunca me han resultado. La mayoría
son mucho más feas cuando se desnudan y se sacan la ropa ajustada. Pero
igual me gusta mirarlas. Muy de vez en cuando llamo a alguna, resignado a
que cuando se desvista me parecerá la más fea que pude haber elegido; y
tanto, que a veces ni he podido acabar.

Lo que yo soñaba era... Pero en esto me interrumpieron los pensamientos
unos golpecitos en la ventanilla del otro lado, la que estaba hacia la acera.
Giro la cabeza y al principio no veo nada, pues era un sitio bastante oscuro.
Luego ví una cabecita que asomaba por encima del borde de la ventanilla y
que decía:

-- Señor, déme una monedita por favor...

Maldición, pensé. Otro chico pídiendo. No sé por qué, porque no suelo
hacerlo, empecé a rebuscar una moneda y sacándola del bolsito le digo que
dé la vuelta para dársela. Al dar la vuelta al auto y venir hacia mí me di
cuenta de que me había equivocado, era una niñita como de 18 años... Mi
sueño. Morenita, de cuerpito normal, nada flaquita, vestida con una
remerita y una pollerita. Le doy la moneda y cuando ya se va, me animo:

-- Nena, vení.

Mientras, miré para todos lados por si estaba acompañada o alguien la estaba
vigilando, pero no parecía haber nadie prestando atención. Así que le
propuse:

-- ¿Querés subir a pasear un poco? Después te doy más monedas.

Dudó un poquito y dijo:

-- Bueno...
-- Andá por el otro lado que te abro la puerta.

Le abri la puerta y entró.

-- ¿Ya te ibas para tu casa?
-- No, todavía tengo pocas monedas.
-- ¿Cuántas querés tener cuando te vayas?
-- Así... -- dijo, abriendo la mano.

Estos hijos de puta... Mandar a una preciosura así a pedir en la calle a
estas horas... ¡¡¿¿No saben que la puede agarrar un pedófilo??!!.

-- Bueno, yo te las doy cuando volvamos. No te preocupes, te daré bastantes
monedas.
-- Así mi mamá se va a poner contenta.
-- Sí, querida.

Y diciendo esto me estiré para cerrar bien la puerta, pasando sobre ella.
Era una preciosura, de cabello lacio castaño, grandes ojos y pequeña boquita,
con mejillas gorditas y expresión tranquila y alegre. Imposible resistir la
tentación de besarla. Así que tomé su carita con mi mano y le dí un beso en
la mejilla, pero sobre la comisura de la boca.

-- ¿Cómo te llamás?
-- Micaela.
-- Bien. Mi nombre es Piti.
-- ¡Ji ji! Tenés nombre de perrito.
-- Sí, ¿viste? Todos me dicen lo mismo.

Le dije, acariciándole la piernita, un poco por encima de su rodilla.

(cuento el viaje y le compro un pancho- ya en el auto de nuevo.le doy algunas
monedas más para recordarle que hay más)

-- Bueno, Miki, contame cómo es tu casa.

Por supuesto, con el propósito bien definido de llevar la conversación para
mi lado.

-- Yo no tengo casa, vivimos en la pieza del hotel.
-- Ah, bueno. Claro, por eso pedís monedas, ¿no?. Y baño ¿tienen?
-- Hay un baño en el pasillo, para todos los de las piezas.
-- Y ¿cómo hacés para bañarte?
-- A veces mami calienta una olla de agua y me baña.
-- ¿Hoy te bañó?
-- No.
-- ¿Cuándo te bañó?
-- No sé, hace días...

En esto, llegamos a la Costanera Sur y estacioné el auto en un lugar solitario
y bastante oscuro, debajo de unos árboles. Le dije:

-- Vamos a mover el asiento así estamos más cómodos.

Y le recliné completamente el asiento, y también el mío. Estaba pensando
cómo hacer para disfrutar de su cuerpito; y sabía que pronto querría irse
a su casa. Decidí que actuar rápido y sorprenderla sería lo mejor. De modo
que me incorporé un poco, y poniéndole la mano entre las piernitas:

-- Como hoy no te bañó tu mami, dejame ver si no tenés olor en la colita, que
si es así, busco una toallita para poner en el asiento para que no se ensucie.

Con la palma de la mano sobre la pancita, le apreté suavemente y le froté
la entrepierna por encima de la bombacha dos o tres veces, hasta sentir la
leve hendidura a lo largo de mi dedo. Me miraba con los ojos grandotes.
Saqué la mano y me la llevé a la nariz; olía un poquito a pis, pero el olor
más perceptible era el propio de la conchita... Estaba tranquila y la cosa
no parecía molestarla.

-- Estás limpita aquí adelante. Ponete un poquito boca abajo que voy a ver
si tenés limpio el culito también.

Y antes de darle tiempo a pensar y negarse, tomándola de la caderita la
ayudé a rodar hacia mi lado en el asiento. Quedó boca abajo y poniendo la
mano sobre las piernitas le subí la pollerita hasta la cintura. Su bombacha
parecía con florcitas, en la poca luz que había; me incliné sobre ella y
bajé el pequeño calzoncito hasta sus rodillas. Llevé mi cara sobre el
culito y hundí entre las nalguitas la nariz, fingiendo olfatearla; mejor
dicho olfateándola con delectación, pero so color de querer saber si estaba
limpia. Ella seguía calladita, de modo que pasé la mano derecha por debajo
de su pancita, con la palma hacia arriba, y llegué con los dedos a tocar
levemente su conchita, dándole pequeños apretones rítmicos muy suavemente.
entretanto con la otra mano le separé una nalguita, comenzando a besarle
el interior y tratando de llegar a besar el pequeño ano, sin conseguirlo
porque mi cara estaba atravesada sobre la hendedurita del culo. Su olor a
colita algo sucia era delicioso; y se mezclaba gloriosamente con el que
comenzaba a salir de la conchita que suavemente le masajeaba por debajo.
Saqué la lengua y la comencé a introducir entre sus nalgas, consiguiendo
llegar con la punta a recorrer el encantador agujerito.

Mi corazón latía tremendamente rápido y fuerte; era el sueño de mi vida.
En un momento tuve que separar la cara de ella porque pensé que me iba a
dar algo. Pero no podía abandonar ese contacto delicioso, de modo que
empecé a jugar con mi mano izquierda en sus nalguitas, tratando de
concentrarme al máximo en las sensaciones de mi piel, de mi olfato y de mi
vista. Tenía el culito gordito, abultado, firme, suavísimo; mi mano
temblaba locamente al acariciar las exquisitas redondeces; al separarlas
deslizando los cuatro dedos entre ellas, sintiendo cómo las penetraban, cómo
las abrían y cómo las yemas llegaban a su fondo y se apoyaban suavemente en
él. Mi dedo anular tenía la punta exactamente sobre el ano y presionaba
muy suavemente sintiendo cada uno de los pequeños y suaves pliegues del
borde y la pequeña depresión del centro. Mi dedo meñique recorría desde
el borde del ano donde estaba el anular, su suave, mínimo y blandito
perineo, hasta donde comenzaba -o terminaba- la conchita.

¿Dónde comenzaría y terminaría el hermoso tajito de bordes redonditos y
olor delicioso que acariciaban suavemente los dedos de mi mano derecha?
¿Empezaría tal vez en la curvita abultada de los labios en la parte de
adelante de la nena, y terminaría donde se interrumpía la hendedura en el
perineo, y se aplanaban y desaparecían los labiecitos de su vulva? Sería,
supongo, cuestión de convención entre anatomistas. Daba lo mismo cuales
fuesen el principio y el fin; allí estaba, tierna, tibia y perfumada de
sexo, tan sexualmente potente o más que una completamente desarrollada, y
en esa tan dulce tranquilidad que las grandes siempre mezquinan.

Pensaba en la vaginita inexplorada que allí yacía, seguramente protegida
por el himen, lo cual quería comprobar muy en breve; sabía que no podía
penetrar en ella ni siquiera con la lengua, ya que la pequeña perforación
del himen no lo iba a permitir sin lesionarlo; y yo en modo alguno quería
lastimarla o hacerle sentir algún dolor. Me prometía solamente la intensa
locura de sentir ese cuerpito sacudido por el orgasmo. Ella apoyaba la
mejilla izquierda en el asiento y sus ojos grandotes me miraban, calmos y
obscuros. Inclinándome sobre ella, besé tiernamente su mejilla. Ella
suspiró, sentí bajo mi mano izquierda tensarse los pequeños glúteos y su
pubis se apretó sobre mi mano derecha, en una primicia de impulso de coito
de las pequeñas caderas... Y lo supe. Era seguro que la iba hacer acabar,
que le excitaría su hambre de sexo, aunque ella no lo supiera, y que el
hambre crecería y crecería hasta que instintivamente sus caderas hallaran
ese movimiento sexual que ahora insinuaban. Me fascinó imaginarme sus
caderitas impulsando su pubis contra mi cara, sus piernitas aprisionando mi
cara, y su conchita recorrida por mi hambrienta lengua, golpeándome,
golpeándome y golpeándome, intentando sin saberlo arrancar de mi boca el
orgasmo violento que la sacudiría en espasmos de placer, y yo oliendo
hambriento su conchita, como si el aroma fuese más vital para mí que el
aire que lo transportara.

Yo no sabía qué decir, y dudaba si sería o no conveniente hablar. No me
parecía por un lado que fuera lo mejor estar tanto tiempo callados, ya que
solamente era una niñita; y por otro, no quería perturbarla o molestarla
con pedirle que me pida que le bese la conchita, o hacerle decir las
palabras que ella usaba para referirse a ella o a su culito; sería
inconveniente, ya que las niñas no suelen hablar muy sueltamente de ello.
Ustedes lo encontrarán extraño: yo quería usarla, sí; quería aprovecharme
de ella, sí; quería abusar de su tierna niñez, del agujero de su culito,
de la abertura de sus piernas, del gusto de su conchita, de su cuerpito
todo; pero no iba a llegar hasta el extremo de lastimarla, por lo cual no
la podía penetrar; ni siquiera me parecía que pudiera hacerle tocar, ni
mucho menos besar mi pene, ni introducirlo en su pequeña boquita para que
me lo chupe; no había modo, pensaba yo, de que eso le guste. Aunque, por
supuesto: a mí sí que me gustaría. Pero mi naturaleza es tal que no puedo
extraer placer del dolor ajeno. A lo sumo intentaría meter en su culito
la punta de un dedo -mis dedos son delgados-, eso no podía hacerle doler;
pues yo he visto muchas veces los excrementos de los niños, y suelen ser
muchísimo más gruesos que dos de mis dedos juntos.

Mientras esto pensaba le abrí las nalgas con los dedos y apoyé la yema del
mayor sobre el agujerito del culo, lo froté un poquito y me lo llevé a la
nariz. Ella habló:

-- Qué chancho que sos, Piti.
-- ¿Chancho, Miki? ¿Por qué?
-- Me "lambistes" la colita... Tiene olor a caca.
-- No, Miki, en serio. Tu colita es preciosa y no tiene caca.
-- Vas a ver que sí.

Diciendo eso, llevó su manito derecha hacia atrás, metió los deditos en
la hendedura de sus nalguitas y los pasó a lo largo hasta arriba. Después
de llevarse la mano a la cara y olerla:

-- Tiene olor a caca, sos chancho y mentiroso.
-- A ver.

Le tomé la manito y se la olí, apoyándola en mi nariz y en mi boca. Era una
maravilla de pequeñez y de suavidad... con bastante mugre. Claro que ella
estaba en lo cierto; pero a mí me convenía discutirle al menos para seguir
tratando de este tema, mencionando "su colita" y pudiendo tocarla so
pretexto de la discusión. Y dicen que los niños de esa edad no han todavía
desarrollado las habilidades lógicas... Sin embargo su "demostración" de
hacía un instante tuvo la fuerza, la belleza -para mí-, la simplicidad y lo
irrefutable de las mejores de Euclides.

Pensé cómo avanzar. Se me ocurrió que a lo mejor le podía estimular la
vegiga para que le dieran ganas de orinar, así que presioné un poco para
arriba con la palma de la mano, apretando su pancita entre su conchita y
el ombligo, por sobre el borde de su huesecito pubiano, suavemente. Después
de aflojar y presionarla de nuevo algunas veces más, empujando su culito para
abajo al mismo tiempo, resultó como yo quería.

-- Piti, no me aprietes la panza que me da ganas de hacer pis.
-- ¿Te dieron ganitas de hacer pis? Bueno, mi amor, esperá que te saco la
ropita para que puedas hacer pis sin mojarte.

Le quité totalmente la bombachita que ya le había bajado hasta las rodillas
y después de abrir el cierre también la pollerita. La hice rodar para
ponerla boca arriba, me estiré para abrir la puerta del auto, y después me
pasé para su asiento, y me senté a su lado. Tomé las piernitas con el
brazo derecho por debajo de sus rodillas y las levanté; con el izquierdo
bajo su espalda la levanté y la llevé hasta que el culito quedó un poquito
fuera del auto y le dije que haga pis. Los chorritos salieron, salpicando un
poco la puerta, que cerré cuando terminó. La puse nuevamente sobre el
asiento, saqué unas toallitas de papel de la guantera, le abrí las piernitas
y le sequé suavemente la conchita. La llevé más atrás sobre el asiento y la
puse con las piernitas muy abiertas, las rodillas levantadas y apoyando las
plantas de los pies en el asiento. Le dije que iba a ver si había quedado
bien seca, hundí la cara entre las piernitas y comencé a darle besos en la
conchita. Tomé primero uno de los labios de su vulvita entre los míos, con
mi labio inferior en la parte de adentro; después giré la cabeza y siempre
conservando mi labio entre los de ella, tomé en mi boca la parte superior
de la vulvita, y después girando un poco más tomé el otro labio.

Levanté la cabeza para ver su expresión. Era tranquila, estaba mirando
hacia la ventanilla y se chupaba un dedo. ¿Qué pensaría? Me acordé de esa
canción hermosa, hermosamente absurda y absurdamente hermosa, Los
Molinos de tu Pensamiento, que me proporciona tanta delicia escuchar.
Pero allí no tenía el disco; mas estaba disfrutanto tanto o más que al
escucharla, y en un impulso apoyé suavemente la boca en la vulvita y le
metí la lengua lentamente, lenta y profundamente, milímetro a milímetro,
sintiendo cómo se deslizaba en la entrada de la vaginita que nadie
había tenido aún, tomando su virginidad para mí. Porque para mí la
virginidad no es esa cuestión medio técnica y ridícula de si el himen sí
o el himen no. Yo la estaba penetrando, estaba metiendo mi lengua en
su pequeña y dulce --juro que literalmente dulce-- vagina que nadie nunca
había tocado. Comencé a la vez a chupar la conchita suavemente, y sentí que mi
lengua llegaba a tocar el himen.

Deliberada, lentamente, busqué con la lengua hasta
hallar el pequeño agujero en el himen; estaba más cerca de su
perineo que de su clítoris; y lo comprobé concienzudamente deslizando
la punta de la lengua varias veces por toda la extensión de la
membranita. El olor de la nena era maravilloso, fuerte, me llegaba
a lo más profundo. La tomé de las caderitas, para poder moverla; ella,
buscando tal vez una postura menos tensa, cerró un poco las piernas
y las colocó sobre mi espalda, poniendo en contacto mis mejillas con
la cara interior de sus muslos. Me agradecí haberme afeitado muy bien en
la mañana. Juro que mi cara nunca había sido tocada por algo tan tibio y
suave; y creo que nunca más lo será. Sin soltar sus caderas deslicé mi mano
por debajo de ella, y metiendo el pulgar entre sus nalgas, lo apoyé en
el ano, como si quisiera metérselo en él, suavemente.

Ella naturalmente llevó las caderas hacia arriba para evitar que le
meta el dedo en su culito; y este movimiento era exactamente lo que
yo quise que haga; al principio cuando la tomé de las caderas iba a
hacer yo el movimiento de su pelvis contra mi cara, pero después
me di cuenta de que si lo hacía ella misma iba a ser delicioso. ¡Bien!,
pensé. Y premié la presión de su conchita en mi boca sacándole la lengua,
dándole una lamida desde el culito hasta el clítoris y volviendo a metérsela
bien adentro. Después de un momento repetí el truco de fingir querer meter mi
dedo en su culo y ella volvió a elevar las caderas, presionando mi boca con su
conchita. Esta vez aprecié también que sus nalgas me oprimían deliciosamente el
dedo que le había metido entre ellas, cuando tensó los glúteos.

Repetí el procedimiento completo varias veces. Yo estaba seguro, o por
lo menos lo ansiaba, de que la penetración de mi lengua en su vagina y
las lamidas en sus vulva y en su clítoris iban finalmente a excitarla.

Y fue así. Dejé pasar unos momentos sin empujar su ano con mi dedo y
ella, apretando mi cara con sus muslos y apoyando sus piernitas en
mis hombros, elevó decididamente las caderas.

Ensanché mi lengua todo lo que pude, para que al penetrarla se deslizara
por los cuatro labios de su vulva. Le metí la lengua profundamente, y la retiré
hacia arriba, pasándola por su clítoris en toda la longitud de mi lengua que
pude. Me separé de ella, y, mirándola, le sonreí y le dije:

- ¡Bien, Miki! Hacémelo otra vez.
- ¿Qué te hago?
- Apretarte contra mi boca. Hacelo muchas veces, que me gustmff...

Sin dejarme terminar de hablar, empezó a lanzar su conchita contra mi boca, y
cada vez yo la penetraba con la lengua. Al principio lo hacía en forma un poco
irregular; después pareció encontrar su ritmo... De pronto una vez no se
retiró. Quedó aprisionándome fuertemente la cara con los muslos, con todo el
cuerpito tenso, y empezó a estremecerse. ¡Estaba acabando! Yo, sin darle
el alivio que buscaba, quise hacer su orgasmo más intenso, chupándole la
conchita y metiéndole varias veces la lengua profundamente. Sus
estremecimientos y temblores crecieron un poco más, y finalmente cesaron; y su
cuerpito se relajó.

Retirándome de ella miré su carita, deliciosa de asombro, mojada de sudor.
Le levanté las caderitas más alto y deslizando mi cara entre sus nalgas, pasé
la lengua por su ano, y lamí su sudor saladito. Le besé el ano, sintiendo
mi cara y nariz deslizarse fácilmente entre las mojadas nalgas, y pasé con la
lengua por toda la hendedura nuevamente hacia arriba, lamiendo otra vez la
conchita, las ingles, su pequeño monte de Venus, su barriguita que se movía
con la respiración agitada.

Levantando la remerita, no perdoné los ínfimos pezoncitos y aréolas, que
también estaban deliciosamente salados, y besé sus mejillas mojadas y su
boquita.

Pero esto estaba incompleto, por supuesto. Faltaba yo. Tendiéndome boca arriba
a su lado, la hice montarse sobre mi cara, con su conchita sobre mi boca y
le metí nuevamente la lengua. Ella volvió la cara a un lado, contra su
hombrito y... ¡cerró los ojos!. Me bajé un poco el pantalón y el calzoncillo.
Mi pene, casi dolorosamente erecto y goteando líquido preseminal, se erguía
anhelante...

Hice que se acostara sobre mí, boca abajo y con las piernitas juntas. Puse mi
pene bajo sus muslitos; mi glande quedó a mitad de camino entre sus
rodillas y su vulva, apuntando hacia ella. La hice deslizar hacia abajo
milímetro a milímetro, sintiendo el roce de mi pene contra la piel de sus
muslos, que, cerrados, impedían que pasara entre ellos. Seguí bajándola muy
despacio hasta que la punta de mi pene besó los labios de la tierna conchita,
que se separaron un poquito. La bajé un poquito más, unos milímetros; y,
mientras resistía a duras penas el impulso de empujarla fuertemente hacia
abajo y penetrarla, comencé a acabar. Mi pene se deslizó hacia arriba entre
sus muslos mientras eyaculaba sobre la superficie de la vulvita. Estaba loco,
no sé cómo hice; solamente sé que con los dedos de la mano derecha, cuando
apareció mi pene por detrás de ella, lo volví a empujar hacia abajo,
deslizando el glande nuevamente sobre su ano y su perineo. Terminé de acabar
con el pene apenas encajado en la entrada de su vagina; y noté que el dedo
mayor de mi mano izquierda estaba entre sus nalgas, pasando la yema arriba
y abajo por su pequeño ano.

Pensé, mientras la conservaba sobre mí hasta que se fue mi erección, que ni
todo el olvido del mundo alcanzaría para impedirme que recuerde mis
sensaciones de esos momentos.

Lo demás es prosaico. Por si hubiera alguno de los lectores que no ve poesía
en mi relato, yo quiero declarar que no puedo calificar a ese lector sin
recurrir a un lenguaje insultante y vulgar.

Ya era hora de volver. La limpié bien, tratando de fijar más si más fuese
posible en mi memoria la tierna desnudez que me había pertenecido. Tuve el
último capricho: después de que estuvo vestidita de nuevo, me puse a su
espalda, le hice abrir las piernas de pie sobre el asiento, inclinada hacia
adelante, lo cual su pequeña estatura permitía; la hice agacharse completamente
mientras sostenía sus caderitas, y bajándole la bombachita nuevamente, besé y
lamí largamente su conchita y su ano por última vez.

La llevé hasta muy cerca de su casa, lo más que la prudencia me permitió;
le di monedas y billetes chicos que hicieron brillar sus ojos y sonrisa,
y cuando no hubo nadie a la vista la hice bajar. Me fuí después rápido pero
tratando de no llamar la atención.

Sí, ya sé. Más de cuatro van a pensar con ironía "Qué bueno es este tipo".
Pero yo lo hice, yo lo disfruté, y ellos tal vez nunca van a vivir algo así.

Un Tipo Feliz.

 

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