Relatos Eróticos Lesbicos

Sus oscuros ojos | Relatos Eróticos de Lesbicos

Publicado por Anónimo el 30/11/-0001

Tenía los ojos tan tristes que cuando miraba herían. Sangraba por dentro y hacia dentro ya estaba marchita. No fue difícil averiguar el motivo de su profundo desasosiego, aunque necesite más tiempo para encontrarle sentido a los momentos previos al desenlace.


Como toda historia entre mujeres comenzó con palabras.


Era miércoles. Once de la noche. Sonó el teléfono. Atendí y cortaron.


Tres horas, veinte minutos después, me despertó una voz opaca y temerosa.


Necesito hablar - . De mi parte, silencio.


Por favor - . Al tono trémulo de su voz le agregó un agudo desahuciado.


¿Quién es?- . Creo que me dormí con el tubo en la mano.


Soy Mara


Equivocado.


No, por favor. Espera un segundo, no me cortes - rogó. -Soy amiga de Dolores, ella me habló de vos-.


Miré el reloj. -Son las dos y veinte de la madrugada- dije. -¿Podés llamar mañana por favor?- agregué molesta.


No tengo tiempo - respondió. Finalmente logró despertarme. Madamme abrió los ojos y maulló.


Tenés una gata... - Instintivamente miré por la ventana. - ¿Cómo sabes que tengo una gata? - ¿Quién sos?-. Había logrado asustarme.


La escuche maullar...


Aquella madrugada, terminó su eterno monólogo y cuando escuchó mi llanto, cortó.


-Mierda... los suicidas son una mierda - pensé. Una tristeza, ajena e infinita, me desveló. Sus palabras retumbaban insistentemente y en cada vez, revelaban un nuevo entramado.


Me habló de amores imposibles, de la mediocridad y del consecuente egoísmo, del abismo inconmensurable al que sentía caer inevitablemente después de cada intento fallido. Fracaso. Esa era la palabra a la que recurría una y otra vez para justificar su decisión. "Porque la decisión esta tomada", decía. Iba a ser de tarde, pasados los veinte minutos después de las siete. Durante ese "homenaje diario a la melancolía" - en palabras de ella- y que yo compartía.


No intenté convencerla de la belleza por la cual vale el esfuerzo, porque más allá del tono trágico de su confesión, sabía que no exageraba. No existe la exageración cuando la voz nace en el vacío, y la precisión de las imágenes que usaba para ilustrar su dolor, me obligaban a no subestimar lo que sentía. Intenté comprenderla.

Quizás por eso fue que no me costó identificar la incoherencia de este llamado. Porque, querida lectora, quisiera despejar dudas. Yo no soy psicóloga, ni brindo algún tipo de "ayuda espiritual". Una simple fotógrafa. Eso soy. Mejor dicho, por eso me conocen. Una simple fotógrafa que en sus momentos libres escribe relatos eróticos sin pretensión de literatura. Aunque por esto no me conocen tantos. Por este motivo me era difícil dilucidar por qué esta niña recurría a mi, una desconocida, en un momento tan íntimo como es el último instante. Finalmente opté por preguntarle. Primer error. Lo único que logré fue apurar el llanto desconsolado que se resistía en su garganta. Lloraba como nunca escuche llorar. Sobándose las lagrimas, a gemidos que confundían. Lloraba sin tapujos, sin pudor, de un modo que inevitablemente me contagió. Y una segunda equivocación. Rompí en llanto. - ¡Mara! - había cortado.


Bronca e inmediatamente después, el terror de que cambiase las siete de la tarde por las cuatro de la madrugada. Gracias al identificador de llamadas pude actuar con rapidez. Atendió luego de unos segundos que desafiaron mi percepción del tiempo.


Voy para allá - dije. - Decime dónde vivis -


No quiero, no vengas - respondió.


¡¡¿No quiero?!!, me llamás a las dos de la madrugada, no tengo idea quién sos, me largas todo tu bajón y ahora no querés verme!!??? -. Estaba perdiendo el control.
...quiero ir a tu casa... - dijo en un murmullo al que agregué una tímida sonrisa.


Bastante había pasado de las seis y todavía no había llegado. Nunca me imagine que tardaría tanto. Preparé café que inevitablemente se enfriaría y me recosté en el sofá del living. Madamme fue la única en conciliar el sueño y al despertarla buscando compañía se desperezó, indiferente, haciendo honor a su nombre.


A las siete tocaron el timbre. Abrí la puerta sin preguntar. Quizás la mujer más hermosa que haya tenido frente a mi. Quizás no: seguro. Perdería brillo y ganaría tibieza desnuda en mi sofá. Deslumbrada, parecía que había perdido el habla. Fue ella, consciente de mi desconcierto, la que tomó las riendas de la situación.


- ¿Hacemos café? - me dijo. - Hay hecho, pero se enfrió, lo caliento - . Casi en automático, fui a la cocina, encendí el fuego, y minutos después cargué el termo. Me siguió en todo momento. Me miraba, observándome. Sus movimientos eran torpes, absurdos, desafinados. Sus gestos no llevaban su rostro, ni en su cuerpo se podía entrever algo de la tristeza que había expresado sentir horas antes. Por un momento pense que estaba loca. En breve dejaría de pensar. Mientras servia el café, ella se agachó para levantar algo del suelo, dejando allí, sin preocupación, sus tetas frente a mis ojos. Me sorprendió su descuido pero poco después entendí, que aunque en segundo lugar, por ese motivo había venido.


- Dolores me dijo que eras fotógrafa -. Sonrió, ladeó su cabeza hacia la derecha y clavó sus ojos oscurísimos en los míos. - ¿Puedo ser tu modelo? - propuso.


-No suelo trabajar con modelos, pero si alguna vez necesito una sin dudas te llamaría... - no pude evitar seducirla y eso me incomodó. Rápidamente quise retomar el motivo de este encuentro y agregué, bruscamente - siempre y cuando postergues tu decisión... -. Me sentí una estúpida. Pero no dije más. El cansancio y el sopor que provocaba su perfume me mareaban. Permaneció callada, acariciando con la yema de su dedo la boca de la taza. Jugaba con Madamme, quien refregaba sus bigotes en la palma de su mano y cada tanto, a modo de beso, lamía sus dedos. - Le gustaste- dije, intentando darle la bienvenida. - Una gata nunca miente, y Madamme además, es bastante arisca -. Ignoró mi comentario, tomó uno de los almohadones y se cubrió la cara. Se inclinó hacia la derecha y con una enorme sonrisa, dijo con voz dulce que acentuaba su gesto infantil - ¿Me sacas fotos ahora? -. Y entonces, sobreactuando su belleza, parándose de un solo envión, levantó los brazos y me pidió que le saque el vestido. Tarde unos segundos en reaccionar, pero ya era tarde. Luego de un simple - OK - desanudó el cordón que ceñía la tela a su cintura y en un instante quedó desnuda frente a mi, con sus ojos insistentes fijos en la pared. Ofreciéndose. Tenía los contrastes del mediodía distribuidos cuidadosamente sobre su cuerpo. Pequeñita, de huesos frágiles que se me hicieron las ramas de un sauce arqueadas por el peso de las hojas. Se oponía a su fragilidad la luz intensa de su piel blanca, tersa y vital donde dos cicatrices, seguramente de la infancia, eran los únicos defectos. Sus tetas, anzuelos efectivo de mis pupilas, sin ser perfectas tentaban por la naturalidad con la que su peso les daba forma, mientras que sus pezones, todavía relajados, se distinguían tan sólo por su color purpúreo. Las piernas, apenas abiertas, se ensanchaban brevemente conservando la armonía para unirse en el final en un contraste oscuro y salvaje que resguardaba la guarida.


La sorpresa de su gesto logró asustarme. No se que esperaba de mi, pero no iba a complacerla. - Para, mujer.. ¿qué estás haciendo?. ¡Vestite! -. Un silencio denso que se iría desflecando con su sonrisa. - Sacame unas fotos... algunas nada más- rogó. Se acercó y reafirmando su intención, forzó una pose absurda que logró transformar la tensión en carcajadas mutuas. - Sos ridícula... - "pero insoportablemente hermosa" pensé. - OK, acepto - dije, - pero vestite - No me es fácil concentrarme si estas desnuda... -


Fue un momento mágico. De una tibieza infinita. Exigir que se vistiera transformó la sesión de fotos en la experiencia erótica más intensa que haya vivido. No verla era desearla en retazos. Oculta, el recuerdo de su desnudez fue una obsesión reiterándose hasta lo insoportable. Intentando evitar el peligro llevé el ojo de la cámara hacia sus manos, porque sus dedos largos y cuidados prometían buenos resultados. Continué con su cuello y sus hombros y me equivoque en sus ojos. Sus pupilas, casi imposibles de distinguir, fueron caminos directos hacia el abismo. El intento de actuar su misterio se transformó en un rasgo auténtico, quizás el único hasta ese momento, y la dejó en evidencia. Confirmé entonces que no mentía cuando dijo que su decisión ya estaba tomada. Tuve miedo. Me olvidé de su belleza, me acordé de su desconsuelo. Se dio cuenta. Me abrazó. Tan fuerte que sentí su desesperación. Fue ese el momento en el que me hice trampa y ella lo sintió una conquista. Supo que no podría resistir a sus ojos y supo también que estaba demasiado caliente como para dejarla ir. Las fotos se transformaron en una excusa. Sin corpiño, sus tetas coronadas por dos círculos perfectos y pequeños se traslucían de su vestido claro y dejando caer sus brazos hacia atrás, toda ella se ofrecía a través de su voluptuosidad apenas descubierta. Su sonrisa, segura y firme, me desafiaba a más. Le pedí que se siente y con su silencio me obligó a tocarla. En cuclillas me acerqué a sus piernas y separé sus muslos en el intento de recuperar en una toma la mágica sensualidad que su belleza profesaba. Me recibió el aliento húmedo de su hendidura. El rocío tibio y sabroso del canal se desbordaba embelleciendo sus labios aterciopelados. Carne, fruta y flores. Para saciarme, para refrescarme, para relajar mis sentidos. Hechizada y paralizada a la vez, recosté mi cara sobre su muslo derecho y cerré los ojos. Su olor a mar y el calor refractado de sus arenas me sumieron en un goce profundo y platónico. Fue ella la que subió su vestido hasta la cintura, abrió las piernas un poco más y enredó sus dedos en mi pelo. Manojos de caricias que luego bajaron hasta mi cuello y se detuvieron sobre mis hombros. Giró sobre sus nalgas acercándose aún más rozándome la mejilla con su mata oscura. Temblaba. Era yo la que temblaba. De miedo y excitación. Aún no me animaba a cruzar el cerco. Llevé mi mano a mi entrepierna y comencé a masturbarme. Mi tanga hacia largo rato que estaba mojada y un estallido acuoso ahogó mis dedos cuando reconstruí en mi mente su cuerpo desnudo. "Basta" me dije para mis adentros y quise huir.


Intuyéndolo sujetó mi cabeza con sus muslos como una pinza y me dejó allí, sólo un momento. La viscosidad de sus jugos se impregnó sobre mis pómulos y sentí su ardor regocijándose por su captura. Me sentí su presa. La tomé de las rodillas, liberándome. Y allí la vi. Frente a mi, mi abismo sin límites. Dos compuertas relajadas y abiertas sobresalían en la pelambre, enmarcándolo. Y en el vértice, la punta tentadora de una frutilla madura. Me quedé sin pensamientos y por eso sin dudas. Cuando la última fuerza dejó de resistir, perdí las alternativas y sólo encontré un sentido. La oscuridad tiene el color del misterio y fue el misterio el que me sedujo. Quise contener la marea con mi lengua y sólo logré romper el dique. Se vaciaba sin pudores sobre mi boca. Gemía en susurros. Elevaba su cadera cada vez que mi lengua culminaba su recorrido circular. Permanecí con los ojos abiertos para llenarme de recuerdos los ojos. La tomé de la mano y llevé sus dedos hacia su concha. Comenzó a acariciarse y se penetró de un solo intento. Sacó sus dedos y los puso dentro de mi boca. Los chupé hasta los nudillos y yo, que nunca añoré huéspedes, me imagine un enorme falo con el cual poder sentir el límite del dulce abismo. Quise llevarla hacia mi orilla, cuidarla hasta que recuperase fuerzas. Con las nalgas despegadas del sofá, y las piernas exageradamente abiertas, se presentaba en escena su culo ajustado como los pliegues de una boca al ofrecerse para un beso. Y lo besé. Con la lengua tiesa y en punta fui venciendo su resistencia. La embadurne de saliva, sus pelos me hacían cosquillas en la boca. Mordí la cara interna de sus muslos, cubrí de besos los pliegues que se formaban entre sus labios y las ingles, chupé su concha hasta desbocarme. Pero no quise acabar. Preferí contener mi orgasmo para sostener en lo más alto mi excitación y la de ella. Se dio cuenta que quería esperarla. Fue a su búsqueda con desesperación. Tapó mis ojos con su vulva, abrazando mi nariz con sus labios, untándome, fregando su clítoris sobre mis mejillas, sobre mi mentón, toda mi cara. Y encontró lo que buscaba. Un suspiro de tormenta estremeció la atmósfera y la nutrió de su alegría. Se reía a carcajadas, levantando los brazos en un gesto que se me antojó de triunfo, sin dejar de moverse sobre mi boca. Desfalleció con la sonrisa que le imponía el cuerpo. Era una niña virgen de dolores y tristezas. Renació pronto, sedienta y voraz. Me levantó del suelo y me recostó sobre el sofá.

Quitó la poca ropa que aún cubría mi cuerpo y se concentró en mis tetas. Levantó su pecho apoyándose sobre el respaldo y con precisión de pescador danzaba rítmicamente de izquierda a derecha con sus tetas colgando y con sus dos pezones capturando a los míos. Los tomó entre sus dedos, apagando y encendiendo mis gemidos. Abrió mis piernas con la suya y ofreció su muslo para que buscase con mi concha el regalo que ella tenía pensado para mi. La abrace encerrándola con el nudo de mis pantorrillas. Perdió entonces el equilibrio y llenó mi boca con sus dedos que mordí hasta el dolor. Finalmente, le pedí que bajase hasta mis labios y bastó un único roce de su lengua en el clítoris para estallar en un ardor inconfundible que se expandió apresuradamente buscando la yema de mis dedos, para perderse y dejarme exhausta, con su sabor en mi garganta y mis manos anhelando su piel.


"El paraíso tenía el sabor del mar y la penumbra de la noche", eso lo pensé después, para epígrafe de una de sus fotos, cuando me levanté a servirle un licor de almendras. Cuando volvieron las dudas. Es que las dudas volvieron rápidamente cuando se quedó dormida con mi remera puesta dentro de mi cama. Y digo, "dentro de mi cama", porque encontró el tiempo de acomodarse entre las sábanas y cubrirse con el acolchado. El rimel corrido manchó la almohada. - OK - pensé. - Se resolverá más tarde -. Dejé el licor sobre la mesita de luz, y la abracé con fuerza, sin lograr despertarla. Su pelo, negro y muy largo, se quedó enredado entre mis dedos. Y aunque el más tarde llegó, recién ayer, sábado, logré resolver el enigma. Cuando abrí los ojos, a las siete de la tarde del jueves, Mara se había puesto su vestido y sentada frente a mi, me observaba. Madamme ronroneaba sobre sus piernas. Me miraba y sonreía. Había cambiado su ternura de niña por una tibieza maternal. A su lado, la bandeja -mi bandeja- con tostadas, café negro y jugo de naranja.


- Te preparé una merienda, porque pensé que tendrías hambre.


- Gracias... - me senté y se acercó a mi cama. Comí en silencio, intercambiando miradas y alguna que otra frase insulsa. Cuando le pedí que me cuente cómo supo de mi, me habló nuevamente de Dolores y no dijo más. Pedí explicaciones que no dio y finalmente quiso irse. La deje ir. Teníamos nuestros teléfonos y nos llamaríamos. Un encuentro como el nuestro, siempre tiene segunda parte. Pero no. No fue así. Llame al día siguiente, y al otro. Deje mensajes que nadie devolvió. Estaba preocupada pero no tanto como para llamarla a Dolores. La esperé, aunque impaciente, con una seguridad sin motivo.


Ayer sábado sonó el teléfono. Era Dolores. Tenía un mensaje para mi de Mara, su mujer. Me citó en un hospital de Palermo. Mara había tomado pastillas con un fin muy claro. Murió horas después. Esta vez llegué tarde. La encontraron dormida, con siete cartas en la mano. Dos de ellas eran viejos cuentos míos. Dolores no lloraba. Tenía los dientes apretados de bronca. Recordé entonces inevitablemente el motivo de nuestra separación, tres años atrás. Cuando me vio no quiso saludarme.
Vos sabrás que quiso decir, pero me pidió que "la revivas" - dijo sin mirarme.


No tardé en comprender, porque detener el tiempo fue la única vocación que permaneció inalterable a lo largo de mi vida. Me sentí estafada, herida. Un sentimiento extraño e imprevisible que me invadió con sostenida calma hasta desbordarme. Llegué a mi cuarto y la lloré con bronca hasta reconstruir su recuerdo por completo. Me faltaba un único eslabón porque a los otros decidí obviarlos -"Decile que me reviva" - y la quise de pronto, con toda mi alma, viva y a mi lado. Tengo sus fotos desparramadas sobre el sofá que aún guarda su olor: "revivirla". Esa palabra es mi obsesión como lo fue su cuerpo aquella vez. Finalmente, creo entonces que usted comprenderá por qué, querida lectora, ahora estoy aquí... intentándolo.

 

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